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Horas de angustia en La Moneda

por:  La Segunda
martes, 06 de agosto de 2024
Se acercaba la Navidad y el panorama resultaba desolador. El Gobierno había perdido a Chadwick, no contaba con el respaldo irrestricto de las policías, su coalición estaba dividida y la oposición había presentado una acusación constitucional para destituir al presidente. Se trataba de la segunda acusación desde los tiempos de Carlos Ibáñez del Campo. Durante un mes, el presidente preparó su defensa, liderada por el abogado Juan Domingo Acosta. Aquel 13 de diciembre, día de la votación, lo vi más solo que nunca. Durante la sesión, que se extendió por seis horas, el presidente siguió en solitario la señal en vivo desde su despacho, comiendo frutos secos y tomando Coca-Cola Light.

Nadie tuvo las agallas para acompañarlo en uno de los momentos más duros de su administración. De forma esporádica, algunos colaboradores asomamos la cabeza, dimos palabras de aliento, inhalamos ráfagas de tensión y regresamos a nuestros puestos de trabajo. Cánticos desde las tribunas, de un bando y otro, se escuchaban durante la transmisión. Cerrados los alegatos, se dio paso a la votación de los diputados. El resultado del recuento se sintió como atajar un penal: a la oposición le faltaron seis votos para mandar a Piñera para la casa. Una vez zanjado el asunto, varios fuimos a felicitarlo. El equipo de producción (que estaba a cargo de las pautas y las cámaras) arribó con los brazos al aire y dando aplausos. Recuerdo golpeé el escritorio del presidente con la palma abierta, como si fuera un bombo en fiesta. Él alzó el puño en señal de triunfo. Vista desde afuera debe haber sido una triste escena.
Como Gobierno sobrevivimos a la acusación constitucional, es cierto, pero el presidente había sido humillado ante los ojos de la gente. Y eso, en un régimen presidencialista, es letal.

Las grietas institucionales se siguieron ensanchando, abriendo espacio para que las pulsiones más primitivas de la política se colaran por los pasillos palaciegos. Se reemplazaron las conversaciones por el conventilleo, los diálogos por las discusiones, los argumentos por las descalificaciones y los buenos días por los días para el olvido. Dejamos de preguntarnos por los otros y pasamos más tiempo contemplándonos en los espejos. El futuro personal asomaba, con urgencia y ansiedad, por sobre el destino nacional. Empujados por la desconfianza, aprendimos que es mejor preguntar que responder, tomar nota que discutir, llegar primeros que últimos e irse siempre al final de las reuniones.

Con el Gobierno yéndose a pique, fui testigo de cómo el mundo de la política se alimentaba de la desconfianza para imponer la regla del “sálvese quien pueda”. Comprendí que ese estado de caos permanente era el escenario perfecto para que circularan las más nefastas operaciones (a río revuelto, ganancia de operadores). Y, con abatimiento, asumí que ya no solo teníamos que lidiar con los ataques de la oposición, sino también desentrañar las verdaderas intenciones detrás de los consejos que recibíamos de nuestra coalición. Cada frase pasó a tener una segunda y tercera lectura. Peor aún si era emitida en grupo, donde podía tener tantas interpretaciones como la suma de personas presentes. En la práctica, el Gobierno pasó de ser un cohesionado continente a transformarse en un archipiélago. Lo que alguna vez nos unió, ese propósito común, ya no estaba presente.

Lo que tampoco estaba presente, por ese entonces, era la paz en las calles. Un reportero, con quien me escribía continuamente para tomar la temperatura, me envió el siguiente mensaje:“Más que una manifestación social, esto parece una explosión delictual”. Para ilustrar su punto, acompañó el texto con un video. En el registro, se observaba a la primera línea lanzando piedras contra la Telepizza de Plaza Italia. Luego de una intensa ráfaga de peñascos, el tumulto bajó los puños y se abrió en dos columnas, dejando un corredor a campo abierto. Por el medio ingresó un encapuchado, quien recorrió el pasadizo bañado en aplausos, caminando en reversa y sosteniendo entre sus brazos un inmenso y grueso elástico. Envalentonado por la aclamación de la muchedumbre, el capucha enganchó un espolón contra el elástico y, agarrándolo de ambos extremos, retrocedió hasta tensarlo al máximo. Bastaron los aplausos finales, al ritmo de la batucada, para que el antisocial se estirase con todas sus fuerzas contra el piso, soltara el elástico y lanzara el espolón, el que salió inyectado en forma de cohete contra Carabineros.

¿Quiénes conformaban la primera línea? El grueso eran barristas de Colo-Colo y la U. Allí convergían, también, delincuentes comunes y soldados del narco. Pero la furia no se alimentaba exclusivamente del lumpen periférico. En diferentes registros audiovisuales se distinguía a estudiantes y jóvenes profesionales merodeando en torno al tumulto, con un pie dentro y otro fuera. Intrusos que añoraban formar parte de una romántica revolución.

Gracias al respaldo que la prensa y la opinión pública le dispensaba, la primera línea comenzó a engrosar sus filas y acrecer anímicamente. Ese envión espiritual se traducía en un escudo de legitimidad que resultaba ser más resistente que los tachos de basura que utilizaban para defenderse de los balines de Carabineros. Atontados por el idealismo, algunos líderes políticos creyeron que el fuego daría origen a algo nuevo, algo mejor, que emergería desde las cenizas y abriría, ahora sí que sí, las grandes alamedas por donde circularía el hombre nuevo.

Para dar respuesta a los simultáneos focos de violencia que bullían en varios puntos de la ciudad, Carabineros se vio en la obligación de dispersar sus fuerzas, lo que en la práctica significó sacrificar contundencia en pos de oportunidad. A raíz de esto, se diluyó el poder disuasivo de los uniformados, dejando desprotegidos importantes enclaves de la república. El principal símbolo de la institucionalidad —la casa presidencial— no estaba del todo exento de esta fragilidad. En ocasiones, el tercer anillo de contención apenas lograba contrarrestar el ataque de cientos de encapuchados, quienes, envalentonados por las drogas y los cantos reivindicatorios, avanzaban, entre piedras y molotovs, con el fin de tomarse a la fuerza el Palacio de La Moneda. La sombra de la revolución deambulaba por los pasillos gubernamentales y Blumel, en un intento por comprender el presente a través de la historia, me recordó que la revolución bolchevique también se levantó durante un mes de octubre.

En medio de la batahola, el jefe de la seguridad presidencial, el mayor Patricio Rodríguez, partió raudo a la oficina de Bruna para discutir el manejo comunicacional de un posible plan de evacuación. En ese momento, circunstancialmente, Rendic se encontraba presente en la oficina.

—¿Generará mucho ruido que el presidente tome el helicóptero en Cancillería, en el edificio Carrera? —preguntó indeciso Bruna a Rendic, quien respondió proponiendo otra alternativa.
—Oye, pero si quieres pasar más piola llamen a Claudio Melandri del Banco Santander que está acá en Bandera y le piden el helipuerto.
El mayor no tenía tiempo para diálogos improductivos, así que los interrumpió sin grandes aspavientos y les expuso la realidad de los hechos.
—Ustedes no están entendiendo. Hay tres anillos de seguridad, está a punto de caer uno, y si cae el segundo no alcanzaremos a llegar al Santander.

Tras escuchar al mayor, a Rendic se le doblaron las rodillas. Con esfuerzo logró vencer el vértigo y caminar la distancia que lo separaba de la oficina que compartíamos. Apenas abrió la puerta, dejó salir toda su ansiedad contenida y exclamó: “¡Vámonos, vámonos, vámonos!”. Eran las seis y media de la tarde, y ante la alarma de Rendic, quien jamás se iría sin mí, acepté emprenderla retirada. Pero con una condición: dentro de dos horas. Aún podíamos ser útiles (o eso, al menos, me gustaba creer). Guardamos nuestros computadores y dejamos las mochilas al lado de la puerta, listas para huir en caso de sorpresa. Entretanto, nos mantuvimos trabajando desde nuestros celulares, los que no paraban de recibir llamadas en busca de una orientación, que resplandecía por su ausencia.

El fantasma del expresidente de la Argentina, Fernando de la Rúa, escapando de la Casa Rosada en helicóptero acechaba a algunos funcionarios de gobierno y los periodistas; en off, no perdían la chance de profundizar en ese miedo. Esa sola escena, de por sí culposa, me llevaba a pensar en otros escenarios, desplegando un sinfín de interrogantes que rotaban como la cadena de una bicicleta por mi mente. Bastaba la imagen de Piñera subiendo al helicóptero presidencial para despertar el morbo y las versiones de la prensa. Pero, por si no fueran suficientes los problemas que nos aquejaban, desde el ala norte del segundo piso algunos entusiastas con exceso de confianza se esmeraban en crear pautas ciudadanas para “acercar” al presidente a la gente.

“Sacar a relucir su lado humano”, creo era la expresión que utilizaban. ¡¿Cómo olvidar cuando propusieron que el presidente de la república fuera al aeropuerto para despedir a la elefanta Rambla, quien partía a un santuario brasileño en busca de la paz que no había encontrado luego de cuarenta años de malos tratos en el circo de Los Tachuelas?! Si mal no recuerdo, fue Rendic quien hizo un llamado a la cordura: “¿Chiquillos, han pensado qué especulará la prensa cuando el presidente vaya camino al aeropuerto? O, peor aún, ¿qué dirá la ciudadanía cuando vea que el presidente está más preocupado de decirle adiós a un elefante que de restaurar el orden público?”.

En el interín, a la altura de Plaza Baquedano, un grupo minoritario saqueaba los locales comerciales, mientras el resto, la mayoría, los azuzaba y aplaudía. ¿Quién es más violento, el que destruye o el que celebra la destrucción? La primera línea estaba armada con escudos, ondas y peñascos. Detrás de ellos había una segunda línea, encargada de romper las calles y veredas para abastecer con municiones a los “heroicos luchadores” que estaban por delante. Transportaban los escombros en tinetas de pintura vacías. Luego venía la tercera línea, que circulaba con bidones de agua oxigenada para extinguir las lacrimógenas que caían en las cercanías de estos revolucionarios criados al amparo del shopping. Finalmente, había una cuarta línea, compuesta por la Cruz Roja, que se encargaba de atender a los manifestantes en caso de que alguno fuera impactado por un perdigón de Carabineros. En muchos casos, las lesiones se producían por los proyectiles que se arrojaban entre ellos mismos, cuando atacaban de lado a lado a los guanacos, produciéndose así un involuntario pero predecible fuego cruzado. 

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Mientras las piedras iban y venían, en las inmediaciones de la Plaza Italia, desde la oficina de radio Dignidad, se emitían discursos revolucionarios a todo parlante. Eran alocuciones con consignas dignas de la época dorada de la Unión Soviética. Electrificados por un mix de declaraciones rimbombantes, los encapuchados creían que estaban reescribiendo la historia de Chile. En la periferia de este carnaval de bengalas y rayos láser se encontraban los vendedores ambulantes, quienes ya no se dedicaban a vender gaseosas o sopaipillas, sino que —adaptándose a las necesidades del mercado— habían pasado a ofrecer máscaras de gas, limones, cigarrillos, cascos, cerveza y lentes de seguridad para evitar las lesiones oculares.

Desde sus casas, los telespectadores seguían con la boca abierta el devenir de los hechos. Mientras Carabineros defendía sus cuarteles, los encapuchados salían corriendo y riendo con la mercadería a cuestas. Luego, para coronar el atraco, rociaban con acelerante y prendían fuego a los locales comerciales. Las llamas se apoderaron de Santiago Centro, envolviendo las sucursales de KFC, McDonald’s y algunas farmacias. En el caso de las grandes cadenas, los empleados salían escapando, a diferencia de los propietarios, quienes permanecían protegiendo su patrimonio ante la inacción de las policías. En una de esas jornadas de furia, Blumel recibió una alarmante llamada del general Rozas, quien le reportaba directamente para evitar filtraciones.

—Perdimos el control de la calle, ministro.
—¿A qué se refiere, general? Le ruego sea más preciso.
—Ministro, no estamos en condiciones de contener la situación por mucho tiempo más. He ordenado un plan de retirada.
—General, le recuerdo que su deber es cumplir con el mandato constitucional de controlar el orden público.
El jefe de policía guardó silencio al otro lado de la línea. Tomó aire y, con disimulada calma, trató de explicarle al ministro el estado de las cosas.
—Nuestras fuerzas ya no cuentan con lacrimógenas y nos quedan pocas reservas de balines y perdigones. A eso hay que agregar que, producto de las violentas jornadas anteriores, nos quedan pocos carros blindados operativos.
—¿Cuánto más pueden aguantar? —preguntó afligido Blumel.
—A las 20:00 horas procederemos a retirarnos de Plaza Baquedano y los alrededores.

En las proximidades, las Fuerzas Especiales buscaban reorganizarse para mantener en pie los anillos de seguridad que rodeaban al Palacio de La Moneda. No era una tarea sencilla.

La primera línea no cesaba sus ataques y cada lacrimógena que recibía parecía renovar su energía. No solo eran una masa colmada de ímpetu, sino también de coordinación. Sus elaborados movimientos denotaban oficio, lo que resultaba sorprendente y, a la vez, intimidante para los uniformados que estaban a cargo de mantener en pie el Estado de derecho. Los encapuchados se dividían en bloques y se turnaban para atacar y replegar, generando un sistema finamente sincronizado de enroques y relevos. Esta mecánica del caos ejercía presión desde los diferentes costados, encegueciendo a los carabineros con sus rayos láser e inutilizando los vehículos blindados a punta de pedradas, pinturas y lenguas de fuego.

Tras semanas de refriega, Carabineros a duras penas lograban mantener los brazos en alto. El cansancio físico, junto con el estrés mental, les comenzaba a jugar una mala pasada y la desesperación comenzaba a apoderarse de sus músculos. Luego de días sin dormir y sin ver a sus seres queridos, se tornaron más vulnerables y el miedo comenzó a apoderarse de sus movimientos: si aplicaban la fuerza necesaria para detener a la turba, corrían el riesgo de terminar enrejados por violaciones a los derechos humanos. No se trataba de una idea persecutoria, sino de una realidad concreta: por ese entonces, cientos de civiles habían sufrido heridas oculares producto de perdigones policiacos y el fiscal regional había formalizado a catorce carabineros por el delito de tortura. Superado por las circunstancias, un suboficial llamó al diputado Mario Desbordes para hacerle saber que no tenía más alternativa que dejar caer los brazos.

—Diputado, estamos a treinta minutos de abrir.
—Te volviste loco —contestó incrédulo el parlamentario.
Desbordes cortó en el acto y llamó a un coronel que otrora había sido su subalterno para hacer chequeo cruzado. Debía cerciorarse de que el riesgo era veraz y no una idea aislada de un uniformado desesperado. La respuesta no fue la deseada.
—Tenemos que abrir… nos quedan treinta minutos de lacrimógenas, los carros lanzaaguas están botados y estamos en el cuerpo a cuerpo.

Los encapuchados se habían desprendido de la multitudinaria marcha que había en Plaza Italia y buscaban asaltar el Palacio de La Moneda. Un contingente de Fuerzas Especiales de Carabineros les hizo frente evitando que ingresaran al sector.
Pero, tras el roce de la batalla, estaban fatigados y sin armas a disposición. Se vislumbraba que la caída era cosa de minutos.
—No nos quedan elementos intermedios, diputado. O disparo y mato a cincuenta personas y con eso incendio Chile y me voy preso… o abro.

Cuando a Carabineros les quedaban minutos de lacrimógenas y el triunfo de la calle estaba a punto de cocinarse, contra todo pronóstico, la primera línea comenzó a agotarse y efectuó una articulada retirada. En ese momento no lo sabían, pero si hubieran empujado algunos minutos más habrían logrado sobrepasar el último anillo de seguridad y asaltar el palacio de La Moneda.
De haber sido el caso, los gendarmes de palacio no hubieran tenido ni la más mínima chance de repelerlos. Ni por número ni por preparación ni por armamentos.

Mientras tanto, al interior de palacio, desde nuestra oficina que daba hacia la Alameda, tampoco estábamos conscientes del riesgo que corríamos. De lo contrario, no hubiéramos esperado hasta que el reloj diera las 20:30 horas. Al llegar la hora pactada, nos pusimos las chaquetas, recogimos las mochilas y, cuando íbamos a cruzar la puerta, sorpresivamente Rendic se devolvió y sacó de su cajón un puñado de sachets de kétchup. Lo miré descolocado, ante lo cual me dijo con una mezcla de drama y sarcasmo: “Por si no alcanzamos a escapar, para hacernos los muertos”. Supongo que esa humorada resume el clima organizacional que por ese entonces regía en el trabajo. Camino de regreso a casa, arriba del Hyundai que piloteaba don Armando, íbamos comentando el desmadre que se visualizaba en las calles.

Era tan difícil aquilatar la situación, que nos conformábamos con adornar el análisis haciendo un uso excesivo de adjetivos. Era el signo de que nos faltaban las palabras para describir lo ocurrido.


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