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Amor, el destino y el origen

por:  La Segunda
martes, 13 de agosto de 2024
Tres días después de asumir, Isabel Amor fue despedida como directora de Sernameg de la Región de los Ríos. Se alegaron “razones de confianza”. Pero, a falta de antecedentes que las avalen, el despido parece remontarse a la condena de su padre como encubridor de tormentos y torturas. Si así fuera (y hasta ahora no parece haber otra razón), ¿sería aceptable?

Uno de los logros civilizatorios de las sociedades que se organizan como democracias liberales es el respeto a los individuos. La ciudadanía igualitaria es acá central: con su fuerza doblemente expansiva, ella amplia la clase de quienes son iguales frente al Estado y se encuentran así en una posición simétrica entre sí; y ella amplía las libertades y derechos que este estatus garantiza. Así, como sostiene T. H. Marshall, todos los ciudadanos llegan a ser miembros plenos de la sociedad. Considerando que en la historia de la humanidad el estatus legal, y así lo que se podía aspirar a lograr, dependía de la adscripción social, la idea de que todos tenemos los mismos derechos es revolucionaria (en sentido literal) y emancipadora: ella desliga (legalmente) el destino del origen.

Una expresión de la ciudadanía igualitaria es el principio de no discriminación: nadie debe ser ilegítimamente excluido en el acceso a un bien. Dependiendo de sus propias prácticas, las sociedades establecen como ilegítimos ciertos criterios (raza, origen nacional, género, etcétera) de exclusión en la asignación de algunos bienes. La ciudadanía igualitaria irradia incluso a las relaciones entre privados (no así a las íntimas o expresivas) como, por ejemplo, en el mercado del trabajo, de la vivienda, etcétera. Pero ella vale fundamentalmente en las relaciones entre el Estado (los mayores discriminadores de la historia: piense en la exclusión de las niñas de la educación por el Talibán) y sus ciudadanos. Al discriminar ilegítimamente el Estado viola la ciudadanía igualitaria que lo define estableciendo que algunos ciudadanos valen más que otros. 

Despedir a alguien por los crímenes de sus progenitores es un tipo de discriminación que viola la ciudadanía igualitaria en una de sus peores formas. Y así también, hay que decirlo, el ideal de emancipación que anima tanto al liberalismo como al marxismo. Escudarse en “razones de confianza” es un eufemismo mal disimulado para llevar adelante una política de castigo colectivo según el linaje familiar. ¿Acaso los delitos de los padres se extienden cual sombra que medra la confianza que se pueda tener en sus hijos? Esta política tiene precedentes: la aniquilación familiar fue el castigo a los crímenes graves en China durante más de mil años; fue también una práctica corriente en la Unión Soviética de Stalin. Con el despido de Amor el Estado de Chile expresa, mediante los burócratas que actúan en su nombre, que (tal como en una monarquía) los ciudadanos no son iguales, sino que valen en razón de la buena o mala suerte de linaje que hayan tenido. 



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